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Ser uno mismo


«Ser uno mismo en un mundo que
constantemente trata de que no lo seas es el
mayor de los logros»
RALPH WALDO EMERSON, escritor, filósofo y poeta estadounidense

¿Cómo estás?
—Perfecto, muchas gracias. Estoy viajando de incógnito.
—Ah, sí. ¿De qué estás disfrazado?
—Estoy disfrazado de mí mismo.
¿Sabes que en mi país hay un día de fiesta en el que todos se ponen máscaras? Pues así es, y
desearía que también hubiese uno en el que todos se las quitasen…
En nuestras múltiples interacciones con los demás, empleamos diferentes caretas: para ocultar
el dolor, la más habitual, con forma de gran sonrisa que nos ponemos para que no adviertan que
estamos destruidos por dentro; las caretas que creamos para camuflar lo que sentimos por alguien y
así que él o que ella jamás alcance a ver la realidad de ese sentimiento; las que portamos en el
trabajo para que las relaciones no transgredan el ámbito de lo estrictamente profesional y no
«humanizar» dichas relaciones, o las que nos colocamos en las reuniones sociales y que son las más
adecuadas para no desentonar con el tono o el ambiente imperantes en cada caso. Máscaras que nos
ayudan a encubrir una personalidad (la nuestra, la real, la genuina), que enterramos bajo toda una pila
de ingeniosas falsas apariencias.

Lo paradójico es que, aunque nos empeñemos en escondernos pretendiendo que así seremos
mejor aceptados, solo nos aman de verdad cuando somos capaces de mostrar a otros nuestro
verdadero rostro y nunca por una actuación, por más inspirada que resulte, basada en un personaje
ficticio.
Más allá de nosotros: ¿a cuánta de la gente que conocemos la conocemos realmente? ¿Cuántas
personas que forman parte, incluso íntima, de nuestras vidas son tal y como las vemos, y no como
ellos se empeñan en hacernos creer que son? ¿Cuántos misterios de los muy cercanos nos dejarían
atónitos si algún día llegáramos a conocerlos? De hecho, creo que son muy pocos los que tienen el
talante y el arrojo suficientes para mostrar al mundo su identidad genuina; sin filtros. La mayoría
prefiere inhibirse de mostrarse como son, antes de situarse en el trance de ser rechazados.

Todos nacimos para ser alguien: ¡nosotros mismos! (a mí no me parece poco), y hemos de
parecernos lo más posible, sin apenas distorsión, a esa persona cuyo brillante diseño llevamos
incorporado «de fábrica». Tenemos, piénsalo bien, la fortuna de ser muy diferentes unos de otros;
privilegiados seres únicos imposibles de copiar (por ahora). ¿Para qué empeñarse en matar esa
cualidad singular que nos hace extraordinarios y reemplazarla por una vulgar parodia de vete tú a
saber quién?Nos traicionamos, sin duda, cuando en aras de formar parte de una mayoría concreta,
disimulamos nuestros gustos, disfrazamos nuestras opiniones o renunciamos a mostrar nuestros
sentimientos para diluirnos en el paisaje predominante. De esa manera solo conseguiremos confundircon el tiempo nuestra identidad real con la impostada. Nos acabaremos creyendo la mentira que
hemos construido y no tendremos ocasión de ser nunca más «nosotros», principalmente porque ya no
sabremos quiénes somos en verdad. «No puedes cambiar lo que eres, solo lo que haces» (Philip
Pullman, escritor inglés).
No hay que tener miedo a ser distintos, al contrario: debes reivindicar ante ti mismo y ante los
demás tu especificidad. Los más dignos de consideración en este mundo, créeme, son los inusuales;
no los comunes que proliferan en todas partes y que se igualan unos con otros hasta el punto de
hacerse indistinguibles. Eso sí, también es mi deber advertirte que el precio de ser diferente cada día
va en aumento: «Si un hombre está en una minoría de uno, lo encerramos bajo llave», decía el poeta
estadounidense Oliver Wendell Holmes. Pero aun así, vale la pena ser TÚ.
Por aportar un pequeño halo de esperanza a esa evidencia de incomprensión que padecen los
«personajes únicos», señalemos que una investigación acerca de la excentricidad, realizada por un
equipo de neuropsicólogos dirigido por David Weeks, del Hospital Real de Edimburgo, en Escocia,
ha podido constatar que los «singulares» (aquellos que se atreven a ser ellos mismos sin fisuras y sin
importarles la opinión ajena) acuden al médico una vez cada nueve años de promedio, mientras que
la población en general lo hace dos veces anualmente. Esta buena salud es causada, al parecer, «por
su insultante felicidad».

La excentricidad también se asocia a la genialidad, a la inteligencia superior y a la creatividad.
Y si bien el comportamiento de una persona excéntrica puede ser, en algún caso, incomprensible, no
es como resultado de lo que algunos tildan de locura, sino porque proviene de una mente tan original
que es incapaz de ajustarse a las convenciones sociales. No son locos; solo no disimulan lo que son.
«A través de los siglos hubo hombres que dieron los primeros pasos por nuevos caminos,
armados tan solo con su propia visión. Sus objetivos eran diferentes, pero todos tenían esto en
común: el paso era el primero; el camino, nuevo; la visión, original, y la respuesta que recibieron:
odio. Pero los hombres de visión original siguieron adelante. Lucharon, sufrieron y pagaron su
precio. Pero ganaron» (Ayn Rand, filósofa y escritora estadounidense de origen ruso).

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