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Las emociones

emociones

Francisco López Seivane

Se dice que el diálogo es un
intercambio de inteligencias y
la disputa un enfrentamiento
de ignorancias. En el diálogo prima la
razón y lo que importa es acercarse a la
verdad. La disputa, bien al contrario,
consiste en mantener visceralmente
posturas numantinas sin prestar oídos a
los argumentos del otro: lo racional y lo
emocional.
En la escala de la evolución, lo
primero que se desarrolla es la
sensación, después la emoción, la
volición, que implica el ejercicio
simultáneo de ego, pensamiento, deseo y
voluntad y, finalmente, la
discriminación. Nieztsche ya sostenía
que el hombre es un puente entre el
animal y el superhombre. O, dicho de
otra manera, un largo tránsito desde el
subconsciente al superconsciente, desde
el instinto a la intuición. El punto exacto
en que se encuentra cada individuo lo
determina el grado de desarrollo de su
intelecto y la supremacía que éste ejerza
sobre las emociones.
¿Qué es una emoción? Básicamente,
un acto irracional, una falsa creencia,
una convicción visceral, una percepción
errónea, una deformación de la realidad,
una fantasía que la mente vive como si
fuera auténtica y que empuja a actuar de
manera irreflexiva. La fe es siempre
emocional porque desoye a la razón.
También lo son el romanticismo, el
nacionalismo y cualquier
fundamentalismo, así como los celos, la
cólera, el odio, la envidia y el miedo. Es
decir, casi todos los resortes que
inspiran la conducta humana.
Del mismo modo que las tinieblas
sólo pueden existir en ausencia de la luz,
la emoción sólo vive en ausencia del
discernimiento. En toda emoción hay un
grado de fanatismo que bloquea la
razón. Cuando la mente sucumbe al
influjo de las fuerzas emocionales, no
escucha, no recibe, no registra, no
analiza; sólo emite. Hay muchos signos
externos que indican que el individuo
vive un estado emocional: su discurso
deja de referirse a los hechos, para
atacar a las personas. Emite juicios de
valor sin ningún fundamento. No
responde a los argumentos. Se apasiona
y se enroca en algún territorio de la
mente impermeable a la razón. Su
contendiente pasa a ser su enemigo, al
que trata de eliminar emitiendo una
intensa y destructiva energía psíquica
que, en algunos casos, toma la forma
verbal del insulto y, en otros, puede
llegar incluso a la agresión física.
El fanatismo, sin embargo, no
siempre es violento. Sus
manifestaciones son una muestra
incontaminada de la sustancia psíquica
más primaria, una especie de biopsia
del alma que revela sin dobleces la
índole del individuo, la pasta de la que
uno está hecho. La cólera, como el
alcohol, nos lleva a actuar de manera
desinhibida, desbordando las barreras
del control que delimita nuestra imagen
social. Nadie conoce realmente a otra
persona hasta no haberla visto enfadada
o ebria.
Sin embargo, no todas las emociones
son negativas. Existen algunas, como la
compasión o el patriotismo, que
empujan a los hombres a la santidad y al
heroísmo. Ni todas tienen la misma
intensidad. En un grado moderado, el
miedo, la indignación o la pasión
pueden ser la sal y la pimienta del
desempeño humano. Lo verdaderamente
importante es que estén siempre
sometidas al imperio de la razón. Lo
peligroso comienza cuando ésta se ve
anulada o sustituida por la fuerza
emocional.
Las religiones existen precisamente
para transformar las emociones en
devoción y evitar la devastación que
puede producir su expresión
incontrolada. La promesa de un paraíso
eterno donde todas las ansias se vean
saciadas, mantiene permanentemente
viva la llama de la esperanza individual
y ayuda a soportar las neurosis
cotidianas, mientras la amenaza del
infierno estimula la virtud y cumple una
función equilibradora de los
mecanismos de estímulo y represión.
Nuestras emociones nos llevan tanto
a aceptar una hipótesis conveniente de
lo desconocido —una fe, una religión—
como a tomar posturas intransigentes e
infundadas en nuestras relaciones
consuetudinarias. El enamoramiento, las
militancias, las filias y las fobias son
ejemplos constantes de esa danza
flamígera que nos lleva del amor al odio
en menos tiempo del que se tarda en
contarlo. El amigo y el enemigo son
creaciones mentales, productos de la
emoción. Cuando juzgamos a alguien
con simpatía, ya lo hemos absuelto de
antemano, aunque haya razones de peso
objetivas en su contra. La aversión, en
cambio, nos lleva a no apreciar ninguna
virtud en las personas que no nos gustan.
Todos contamos con amigos que nos
tienen en alta estima y enemigos que nos
toman por seres despreciables. ¿Cómo
puede una misma persona ser buena y
mala a la vez? La respuesta es que las
emociones son ciegas porque proceden
de las dos fuerzas más oscuras,
primitivas, poderosas y subterráneas de
la naturaleza humana: la atracción y la
repulsión.
La comunicación entre los seres
humanos sigue siendo un acto
básicamente emocional. Nadie nos cae
bien por su sentido de la justicia, su
honradez, su eficacia o su coeficiente
intelectual. Es su personalidad, su
talante, su vibración, su textura
emocional, en definitiva, lo que nos
rinde o nos repele. A mayor afinidad,
mayor atracción.
Paradójicamente, tampoco es
infrecuente odiar lo que se envidia. Al
envidioso no suele caerle bien el éxito
ajeno. La brillantez, la excelencia y la
superioridad intelectual despiertan en
muchos reacciones emocionales
encontradas. No es difícil conquistar un
corazón si se le presta atención y se le
trata con respeto, sensibilidad,
deferencia y cariño, aunque no siempre
resulte conveniente dar tanto a mentes
egoístas, engreídas, ignorantes,
desagradecidas y estúpidas. En el fondo,
las relaciones interpersonales responden
a una compleja química emocional en la
que cualquier nuevo elemento puede
provocar reacciones insospechadas e
incontrolables. La persona emocional
siempre es impredecible. Ser un maestro
equivale a dominar tanto el arte de tratar
con las emociones ajenas como con las
propias.
La condición humana obliga a la
convivencia de emociones y razón, lo
que permite un frecuente ejercicio de
perversión intelectual que consiste en
esgrimir sofismas, a modo de razones,
para apoyar, justificar, sostener y
apuntalar las premisas que uno ha
aceptado emocionalmente como ciertas.
Es proverbial, en este sentido, el
bizantinismo teológico de algunas
religiones que pretende demostrar
filosóficamente la existencia de su Dios.
Toda toma de postura tiene una medida
de fanatismo. Llegar demasiado
rápidamente a conclusiones sobre
personas y cosas revela una
considerable inmadurez que no ayuda
nada ni al propio crecimiento ni a la
pacífica convivencia.
Evolucionar consiste en liberarse de
la esclavitud de las emociones. El
ejercicio sosegado de la razón, la
reflexión ponderada, la generosidad en
el juicio, la aceptación de lo que no nos
gusta, la inteligente relativización de
todas las cosas son los adoquines que
pavimentan el camino del crecimiento
humano. Por el contrario, sufrir la
constante ebullición del magma
emocional en las venas es padecer un
infierno ya en la tierra.

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