Miguel Angel Padilla
La honestidad quizás sea uno de los valores más básicos y universales, imprescindible para poder construir la convivencia humana y establecer una buena relación entre las personas, Gobiernos, instituciones, etc.
La marcha de la humanidad, ya sea a gran escala o en pequeñas comunidades, depende del grado de honestidad de quienes la integran, una honestidad que debería impregnar todas las esferas que involucran la actividad humana.
Como muchas virtudes, se la valora más cuanto más se ausenta de nuestra sociedad, apreciándola tarde, cuando se resquebraja el edificio de lo social y sufrimos las consecuencias.
Cuando en el año 2008 un reducido grupo de filósofos tratábamos de dar forma a la declaración de principios en torno a una ética universal, escribíamos sobre la honestidad y la integridad personal: «El mundo necesita que los seres humanos vivamos con honestidad, con coherencia con nuestros propios principios y nuestro sentido del Bien y la Justicia. Es decir, con una cierta unidad entre pensamiento, sentimiento y acción que se manifieste en sinceridad y fortaleza moral para no dejarse arrastrar por las oportunidades de corrupción que se nos presenten».
«Solo la honestidad produce ejemplo y es este, el ejemplo, el imprescindible motor de la transmisión de valores y de la confianza en los poderes públicos representados en sus responsables».
Si bien el relativismo imperante en el siglo XX ha producido una gran confusión con respecto a este y otros valores humanos, humildemente creo que se impone la necesidad del sentido común y de poder abordar valores esenciales que, por universales, son comunes a toda la humanidad, si bien cada cual puede recorrerlos con sus diferentes matices y expresiones particulares.
Honestidad y honradez van de la mano y se refieren hoy en día a lo mismo. En general, se trata de actuar coherentemente con nuestros valores, pensamientos y sentimientos.
El hombre o la mujer honrados son fieles a sí mismos y coherentes con sus propios principios. No albergan ocultas intenciones. Pero la coherencia solo no bastaría para reconocer la honradez.
La honradez nos habla no solo de coherencia, sino de rectitud de ánimo e intención, es decir, que haya una buena voluntad en nuestros pensamientos y actos, lo que supone que nuestra intención está guiada por el deseo de hacer el bien, de hacer lo correcto. Por lo tanto, para ser honrado hay que tener valores con los que identificarnos.
Para que haya honradez tiene que haber conciencia del bien y un impulso de desarrollo personal, afirmado en lo mejor de nosotros mismos, que fortalezca el altruismo, la bondad y el respeto por los demás.
Es una expresión de nuestra fortaleza moral (como nos recordaría Platón), de nuestra capacidad de mantenernos firmes en nuestros principios más allá de la adversidad. Se trata de un acto de fidelidad a nosotros mismos. Por ese motivo se convierte en la medida de nuestra valía, de nuestro valor.
Los tres grados de honestidad según Confucio (551 a.C.-479 a.C)
Confucio señalaba tres grados de honestidad. El primero (denominado Li ) hace referencia al comportamiento que, basado en la sinceridad, busca conseguir los propios intereses, ya sea a corto o a largo plazo, busca el bien personal.
Un nivel superior (denominado Yi ) se produce cuando el motor de nuestro comportamiento no es únicamente nuestro personal interés, sino que este se funde con lo que creemos justo y produce un bien, es decir, está movido por la bondad y la justicia. Contempla no solo lo que uno piensa y necesita, sino que incluye a los demás, sus necesidades y su bienestar.
El nivel más elevado de honestidad (denominado Ren ) surge cuando alcanzamos un sentido de fraternidad y humanismo tal que tratamos a todas las personas y seres como parte de nosotros mismos.
Unidad e integridad personal. El gobierno de uno mismo
Como vemos, la honestidad nos habla de la coherencia que necesita el ser humano entre lo que piensa, siente y hace, para el logro de una cierta felicidad y convivencia.
Cuando hay honestidad, nuestros actos hablan de nuestras intenciones y estas son buenas.
Pero toda unidad, toda armonía necesita une eje que equilibre, y este ha de estar constituido por lo mejor de nuestra naturaleza humana.
La honestidad nos transforma en individuos (el individuo platónico que se diferencia del hombre-masa), en seres humanos que han logrado una básica armonía interior, desarrollando un gobierno de sí mismos desde una conciencia elevada, desde el propio discernimiento, amor y sentido de la justicia.
Nos hace libres y autónomos, pues nos permite movernos guiados por nuestra voluntad iluminada por los valores, y no por las circunstancias y los impulsos caprichosos de nuestra personalidad cambiante.
Es, pues, como decíamos antes, una muestra de la fidelidad hacia nosotros mismos. Pero ¿a qué aspecto de nosotros mismos, considerando los muchos impulsos e inclinaciones que conviven y se manifiestan en cada uno constantemente? Pienso que a aquello que nos hace humanos, más allá de nuestra realidad animal. Es decir, que busca la propia identidad en nuestra capacidad de discernir, de percibir la belleza y desarrollar la bondad… cada uno en su medida.
La base de la dignidad
En cierto modo, podemos decir que la honestidad es atributo de nuestra dignidad y la medida de nuestra valía.
Sin olvidar que todos los seres humanos (y me atrevería a decir que todos los seres vivos) somos dignos y, por lo tanto, objeto de respeto, tenemos que aceptar la natural aspiración a desarrollar y desplegar el maravilloso potencial que como seres humanos tenemos y que aún no se ha puesto de manifiesto.
Todos necesitamos un poco de autoestima y de aceptación, de valoración por parte de los demás, pero no son los honores y reconocimientos sociales lo que nos dignifica, sino nuestra integridad personal expresada en nuestros actos y los valores que los mueven.
Quien tiene en estima su propia honradez es porque valora su dignidad, y esta la considera la mejor carta de presentación de sí mismo. No valora más lo que dicen los demás que su propia conciencia, y en su relación con el mundo, estima más sus principios que sus bienes.
Su honestidad no se refleja únicamente en puntuales actos, sentimientos o ideas, sino en una constante y honesta trayectoria en aras del bien.
El valor de la palabra
La palabra, como vehículo de comunicación, revela nuestras ideas e intenciones –o debería hacerlo–, establece vínculos y crea puentes de conocimiento mutuo y del mundo.
Si la palabra es sincera, es decir, expresa nuestras ideas e intenciones y compromete nuestros actos, entonces es constructiva y tiene valor. La palabra se convierte en un instrumento de poder, capaz de generar entendimiento, confianza y, por ende, convivencia.
Solo cuando la palabra tiene verdadero valor puede, a través del diálogo sincero, resolver los conflictos y sustituir a las armas de guerra.
Pero cuando la palabra es un instrumento de engaño, un arma demagógica, cuando la palabra de un ser humano ya no vale nada, entonces es muy probable que sea reemplazada por la violencia y las armas. ¿Qué es lo que devuelve entonces el valor a la palabra? Aquello que se lo dio: el ejemplo. Solo el ejemplo da valor a la palabra.
La falsedad, la mentira, destruyen y corrompen, como también lo hace el que faltemos a nuestros compromisos adquiridos, a nuestra palabra dada. En el antiguo Egipto, había una expresión para aquel que sabía medir sus palabras, ser veraz y honrado en sus compromisos: ser Justo-de-voz.
La sombra de la honestidad: la corrupción
La vida nos ha enseñado que para conocer la calidad de algo, su autenticidad y nobleza, hay que verlo sometido a pruebas que lo lleven al límite de su naturaleza (como las pruebas de resistencia de materiales o de calidad de los productos). Solo entonces sabemos la pureza y calidad con que está hecho.
Y, efectivamente, son las situaciones difíciles las que comprometen nuestra calidad humana, y es en ellas donde se forja nuestra honestidad, nuestro auténtico valor. El sentido de la honestidad se construye sobre los sólidos pilares de nuestros principios, pero se desenvuelve sobre lo que las situaciones de la vida nos presenta y, si bien la vida exige flexibilidad y adaptación, no podemos disfrazar la corrupción con adaptación a la realidad.
Cuando algo pierde su naturaleza y se descompone es cuando decimos que se corrompe.
La corrupción no es sino la pérdida de autenticidad, de unidad y coherencia para con los valores que nos comprometen. Y se suele presentar ante las oportunidades de satisfacer nuestros intereses egoístas o cuando estos intereses están en peligro.
Se corrompe quien ha puesto su dignidad moral en el mercado, o sencillamente siempre tuvo como amos y señores sus deseos y apetitos, más allá de las apariencias.
Hay quienes se venden por el dinero, por el halago, por el sexo o la apariencia de poder, que es falso, pues acaban siendo marionetas movidas por los hilos de sus propias debilidades.
La honradez se cimienta sobre la ética personal. Ni las intenciones egoístas ni la ceguera dogmática son buenos consejeros. Por eso, el que es honrado no abusa ni de la confianza ni de la debilidad de los demás.
Responsabilidad
La honestidad es un ejercicio de responsabilidad y libertad. Supone no solo ser consecuentes con nosotros mismos, sino asumir las consecuencias que se derivan de nuestras palabras y actos.
Si cometemos un error, deberíamos recoger el fruto, corregirlo o rehacer el camino. El error no nos hace indignos ni merma nuestra honradez, pero sí la actitud que trata de culpabilizar o responsabilizar a otros de nuestros errores.
Si somos libres para elegir, debemos ser responsables para asumir las consecuencias de nuestras elecciones. Esto es la base de la libertad, no se puede separar de la responsabilidad. Paradojas de un mundo que se cree libre, pero que constantemente huye de su libertad.
¿Puede un fanático o un loco ser honrado?
Si por honestidad entendemos únicamente actuar tal y como se piensa, los fanáticos y los malhechores lo serían, pues actuarían en muchos casos en consecuencia con lo que sus enfermizas mentes o impulsos instintivos les dictan. Sin embargo, al hablar de honestidad reconocemos que la primera integridad que necesitamos es para con nuestra naturaleza humana. Nadie puede permanecer ajeno al compromiso con la propia vida y con el bien común.
¿Existe un deber propio del ser humano? Es difícil responder en un tiempo en el que solo hablamos de derechos, pero si reconocemos unos derechos humanos es porque intrínsecamente aceptamos unos deberes humanos que, como los derechos, forman parte de nuestra naturaleza, y nuestra integridad debe medirse con respecto a ese deber ser, a ese deber ser humano.
En Oriente se nos hablaba de la recta conciencia, el reconocer el Dharma y ajustarnos a él, siendo el Dharma, en este caso, aquello que conduce hacia el buen desarrollo de lo mejor de nuestra condición humana.
En el Noble Óctuple Sendero , Buda recomienda elegir unos rectos medios de vida que no traicionen el deber natural que nos corresponde como seres humanos.
Platón nos insta a aspirar a ser guiados en nuestra vida por el mayor bien y sabiduría. Esa es la mejor aspiración a la que puede llevar el valor de la honestidad.
Quien es honesto es confiable
Esta es la base de toda relación y convivencia. Nadie quiere ser decepcionado o engañado.
La honestidad genera confianza, y la primera confianza que necesitamos es en nosotros mismos.
De la misma forma que el ejemplo que recibimos de alguien nos permite realmente confiar en él, la confianza en nosotros mismos nace del ejemplo que nos damos, más allá de si nos ven o no; nace de la honestidad que tengamos para con nosotros mismos, para reconocer nuestras debilidades, pero también nuestras fortalezas.
Hoy más que nunca, cuando vemos cómo se derrumba la confianza en nuestros representantes políticos y agentes sociales, y con ese derrumbe vemos tambalearse el equilibrio social y la convivencia, se pone de manifiesto que la honestidad es la base de la confianza y que esta pasa inexorablemente por dar ejemplo.