La paradoja de nuestro tiempo es que tenemos edificios más altos, pero temperamentos más cortos; autopistas más anchas, pero
puntos de vista más estrechos.
Gastamos más, pero tenemos menos; compramos más, pero disfrutamos menos.
Tenemos casas más grandes y familias más pequeñas, más comodidades, pero menos tiempo.
Tenemos más títulos, pero menos sentido común; más conocimiento, pero menos juicio; más expertos, pero más problemas;
más medicina, pero menos bienestar.
Bebemos demasiado, fumamos demasiado, gastamos imprudentemente, reímos muy poco, conducimos muy rápido.
Hemos multiplicado nuestras posesiones, pero reducido nuestros valores.
Hablamos demasiado, amamos muy rara vez y odiamos con demasiada frecuencia.
Hemos aprendido a ganarnos la vida, pero no una vida, hemos agregado años a la vida, no vida a los años.
Hemos recorrido todo el camino a la luna y de regreso, pero tenemos problemas para cruzar la calle para conocer al nuevo
vecino.
Hemos conquistado el espacio exterior, pero no el espacio interior.
Hemos hecho grandes cosas, pero no cosas mejores.
Hemos limpiado el aire, pero contaminado el alma.
Hemos dividido el átomo, pero no nuestros prejuicios.
Escribimos más, pero aprendemos menos.
Planeamos más, pero logramos menos.
Hemos aprendido a correr, pero no a esperar.
Estos son los tiempos de comidas rápidas y las digestiones lentas, de los hombres altos y de carácter corto, de altas ganancias
y relaciones superficiales.
(Dr. Bob Moorehead, The Paradox of Our Time).
Queremos más de todo. De hecho, cuanto más mejor. No pretendemos vivir una buena vida, sino
que hemos de vivir una vida superlativa. Rechazamos la pobreza de las emociones simples, porque
es mucho más sugestivo y mejor un cóctel de multiemociones. El amor ha de ser mayestático,
supremo, y menos de eso será un simple encuentro carnal. Y si obtenemos un triunfo, apenas lo
reposaremos, porque ya estaremos embarcados, con premura y sin descanso, en la búsqueda del
siguiente.
Y pedimos deseos usando como excusa soplar velas de cumpleaños, las pestañas, las fuentes,
las estrellas fugaces, las 11.11 horas… y de vez en cuando, porque la estadística es así, alguno de
esos deseos se cumple. ¿Y qué ocurre? Que solo nos sentimos felices un instante, porque enseguida
reparamos en que aún tenemos en espera una larga lista de deseos por satisfacer.
Introducimos en nuestro día a día más objetos de los que podemos llegar a disfrutar con el
reposo y el deleite precisos y nos creamos nuevas necesidades, que llevan parejas nuevas
obligaciones. Lo importante parece ser el acumular (no importa qué) para sentir que no nos falta denada. ¿Pero de verdad que no nos falta nada?
Creo que la posible solución a este enigma que llamamos vida no se encuentra en la capacidad
de añadir, sino en la de restar. Es decir, ser capaces de prescindir de lo intrascendente o
insignificante y dar valor preciso a lo que de verdad sí importa.
Decía un afamado compositor, al que felicitaban por la hermosa partitura que había creado, que
lo más difícil a la hora de componer no era el proceso de ir creando notas inspiradas y enlazarlas
armónicamente; eso para él resultaba de lo más sencillo. Lo más complejo de su trabajo, confesaba,
era que, una vez culminada la tarea, tenía que quitar todas las notas superfluas, cuya ausencia
conseguirían dar por rematada la obra. Eso sí que le resultaba verdaderamente difícil, porque ¿qué
«notas» es capaz de quitar uno de su vida sin dolerse?
Reflexión final: «Además del noble arte de hacer las cosas, existe el noble arte de dejar las cosas sin
hacer. La sabiduría de la vida consiste en la eliminación de lo no esencial» (Lin Yutang, escritor
chino).
Ignacio novo: frases para cambiar vidas