Francisco López Seivane
Hay cosas que parecen y otras que son .
Distinguir cabalmente
la apariencia de la esencia, no es tarea
fácil, pero sí provechosa.
¿Es posible diferenciar la crítica
honesta de la vituperación maliciosa, la
indignación de la ira, el desdén de la
envidia o el rechazo legítimo de los
celos? A estas actitudes las distingue
únicamente la textura del alma, porque
la acción es siempre mecánica y
responde a una fuerza soberana que la
anima. Así, lo que en un hombre íntegro
es sana indignación, en el mezquino
puede ser cólera impotente. Todo se
reduce a un juego de intenciones.
No hay espectáculo más patético que
el que ofrece quien pretende ser lo que
no es. Condenándose a la hipocresía y a
la mentira se exilia de sí mismo para
errar de por vida en un universo ficticio,
desconectado de su propia realidad y
carente de toda consistencia.
No es fácil el oficio de vivir
dignamente, no. Uno ha de crear su
propio personaje y dotarle de
verosimilitud y altura, lo que implica
una renuncia constante a la ventaja en
aras de la ética, que es algo así como el
fair play del espíritu. Desde luego,
resulta mucho más tentador revestirse de
una ética aparente y jugar sucio tras el
parapeto de la imagen. Muchos son los
males de nuestra sociedad y muchas las
soluciones que se aportan en el mayor
despliegue de frivolidad que han
conocido los siglos, pero si hay un paso
esencial que dar para recuperar la
dignidad y la autoestima de la especie y
terminar con el nefasto culto a la
imagen, es el rearme ético.
¿Y en qué consiste la ética? Ante
todo, en la autenticidad. ¿Y qué es la
autenticidad? La transparencia del
espíritu, la verdad (satia). Hay que ser
idénticos en el pensamiento, la palabra y
la obra. No es posible convivir
pensando de una manera, hablando de
otra y actuando de una tercera. Habría
que citar también la no violencia
(ahimsa), como estilo ético de vida. No
puede haber ética en la violencia, que es
la grosera reacción del ego desairado,
como tampoco la hay en las formas
engañosamente blandas con que muchos
esconden su pavor a aceptar
responsabilidades y mantener unos
principios. La no violencia requiere la
mayor bravura porque implica no
deponer la firmeza del criterio y la
postura, aun ante la injusticia, la
intransigencia y la provocación. Para
muchos, hoy, la no violencia se reduce a
otra moda, a una mera cuestión estética,
pero para quien bien la entiende llega
mucho más lejos; es el resultado de una
ecovisión en la que nada ni nadie se
considera aislado del resto ni, por tanto,
es susceptible de ser juzgado,
condenado y destruido con abstracción
del contexto. La no violencia representa
la sabiduría de deshacer los nudos
contra la furia de romper la cuerda.
Finalmente, la continencia
(brahmacharia), es la virtud que
modera la pasión y encauza el empuje
desbordante de los deseos. Si éstos no
se encauzan, toda ética es ficticia. Nadie
está libre de impulsos acuciantes, cuyo
oscuro y primitivo origen se esconde en
las profundidades del subconsciente.
Esa posesividad que nos empuja a
apropiarnos de cuanto nos place (¿tal
vez porque albergamos un Rey Supremo
en lo más recóndito del Ser?), debe ser
templada con el ejercicio de la
discriminación. Dar rienda suelta a las
fuerzas desatadas del hombre sólo lleva
al caos. La civilización consiste
precisamente en domeñar las fuerzas
inferiores con el desarrollo de la razón y
otras facultades superiores.
De acuerdo, la represión a ultranza
es traumática e indeseable, pero una
convivencia ética obliga a un esfuerzo
razonable para someter los oscuros
instintos egoístas y potenciar las
actitudes generosas. Nuestra sociedad
permisiva ya está dando suficientes
muestras de hastío y alarma ante la
hecatombe que ha supuesto la necia
implantación de una ética descabellada
y acomodaticia, tal vez como reacción
pendular a la hipócrita represión sufrida
en recientes tiempos pretéritos.
¿Habremos aprendido ya que la ética no
puede imponerse, puesto que es una
actitud soberana e individual?
No es preciso escuchar sólo la voz
de las instituciones. Todo individuo es
plenamente libre y capaz para
reconciliarse consigo mismo y renunciar
al desasosiego de un espíritu a la deriva,
tomar las riendas de su propia existencia
e imponerse la disciplina ética que
canalice su esfuerzo hacia metas
generosas de bienestar individual y
colectivo, recuperando así su dignidad
humana.
Paralelamente, el culto a la imagen,
la hipocresía y la apariencia mentirosa
que blanquean muchos estercoleros han
quedado marginados hasta morir por si solos.